viernes, 28 de enero de 2011

Sobre la coherencia

                El 9 de agosto de 1945 los norteamericanos lanzaron sobre Nagasaki su segunda y descomunal bomba, que despojó de sus vidas y de sus techos a decenas o acaso cientos de miles de seres humanos. No sé por qué la bomba de Nagasaki me afectó más que la de Hiroshima. Tal vez porque no sólo representó el horror sino su continuidad. Como los que arrojaron la bomba eran norteamericanos los locutores se pasaron el día celebrando el acontecimiento y alabando los formidables adelantos de las técnicas bélicas de las fuerzas democráticas. Por otra parte, los cientos de miles de víctimas no eran blancuzcos sino amarillentos, así que tampoco había que preocuparse demasiado. A mí aquello me parecía un horror. No podía entender que la gente oscilara tan irresponsablemente entre el alboroto y el alborozo. Con qué rapidez los norteamericanos habían aprendido de los nazis el sistema de los hornos crematorios. De Auschwitz a Hiroshima, sin escalas. Me había propuesto pintar mi Nagasaki. La noticia me había conmovido demasiado como para dejar que la desmemoria la volatilizara. Por otra parte, a medida que pasaban los días, los pormenores del horror nos invadían, nos cercaban. Era como si Alguien nos dijera, también ustedes pueden sucumbir, en rigor ya están sucumbiendo, sólo que son otras bombas las que los calcinan. Cuando escuchaba a los comentaristas de radio, o leía a los periodistas, que exaltaban aquellas masacres porque habían evitado millones de otras muertes, me parecía que una nueva doctrina, la hipocresía científico-técnica, acababa de nacer.
Estuve días y días haciendo bosquejos, pero no daba con las imágenes adecuadas. El pincel y la espátula se me caían de impotencia y todos y cada uno de los colores me parecían inocentes, inexpresivos, pusilánimes.
Una tarde vino Norberto a buscarme con su flamante camioneta. Estaba tan orgulloso de su adquisición que se ofreció a llevarme a donde yo quisiera. No estaba yo para paseos. Le hablé de mi tema obsesivo: Nagasaki. 

-Ah, la otra bomba, comentó Norberto, ya que para él, como para todo el mundo, había una bomba titular, la de Hiroshima. La de Nagasaki era simplemente la otra bomba, la suplente. Le hablé de mis problemas para encontrar una expresión artística, adecuada a esa miseria. 
-¿Miseria dijiste? Tengo la solución a tu problema. Y arrancamos. 
Prácticamente atravesamos la ciudad. De pronto Norberto frenó. Estábamos frente a un enorme, monstruoso basural. El hedor era insoportable. Tipos andrajosos, mugrientos, mujeres desgreñadas, niños y adolescentes hurgaban entre inmundicias, entre escoria y cenizas, buscando algo, no se sabía qué. Cuando advirtieron nuestra presencia, levantaron por un instante sus cabezas y nos miraron sin prevención, sin odio. Nos miraron sin nada. Enseguida volvieron a su hedor, a su roña, a su trabajo.
-Aquí tenés tu Nagasaki, dijo Norberto
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La borra del café, Mario Benedetti

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